Santa Isabel de Hungría. Nació en el año 1207 en uno de los castillos -Saróspatak o Posonio- de su padre, Andrés II, rey de Hungría, que la hubo de su primera mujer, Gertrudis, hija de Bertoldo IV, el cual llevaba en sus venas sangre de Bela I, también rey de Hungría, por lo que la princesita Isabel vino a ser el más preciado florón de la estirpe real húngara.
Abrió la princesita sus ojos a la luz en un ambiente de lujo y abundancia que, por divino contraste, fue despertando en su sensible corazón ansias de evangélica pobreza. Desde su privilegiado puesto en la corte descendía, desde muy niña, para buscar a los menesterosos, y los regalos que recibía de sus padres pasaban muy pronto a manos de los pobres. En balde la vestían conforme a su rango principesco, porque aprovechaba el menor descuido para quitarse las sedas y brocados, dárselos a los pobres y volver a palacio con los harapos de la más miserable de sus amiguitas.
Conforme a las costumbres de la época, fue prometida en su más tierna edad a Luis, hijo de Herman I, margrave de Turingia. Este compromiso matrimonial tenía, sin duda, la finalidad política de afianzar la alianza de ambos países contra el rey Felipe de Suabia. Un buen día de primavera -1213-, cuando los campos se desperezaban del gélido sueño invernal, se presentó en el castillo de Posonio una embajada turingia para recoger a la prometida de su príncipe heredero. El rey de Hungría, entonces en la cumbre del poder y riqueza de la dinastía, dotó generosamente a su hija diciendo a los emisarios: «Saludo a vuestro señor y ruego se contente de momento con estas pobres prendas, que, si Dios me da vida, completaré con mayores riquezas». Y revistiendo con palabras tan modestas su jactanciosa exhibición, hizo sacar un cúmulo de tesoros que dejaron admirados a los compromisarios, poco acostumbrados a tales galas en la abrupta y dura comarca de Turingia. El matrimonio tuvo lugar en el año 1221, es decir, al cumplir Isabel sus catorce años, en Wartburg de Turingia. Y de esta manera la princesa, nacida en un país lleno de sol y de abundancia como era Hungría, vino a parar a la dura y pobre tierra germánica.
La pobreza del pueblo estimuló más aún la caridad de la princesa Isabel. Todo le parecía poco para remediar a los necesitados: la plata de sus arcas, las alhajas que trajo como dote y hasta sus propios alimentos y vestidos. En cuanto podía, aprovechando las sombras de la noche, dejaba el palacio y visitaba una a una las chozas de los vasallos más pobres para llevar a los enfermos y a los niños, bajo su manto, un cántaro de leche o una hogaza de pan. Y hasta el propio manto lo entregó un día crudísimo de invierno a una pobre mendiga que temblaba de frío a la vera del camino, y cuál no sería su asombro que, al tender el armiño sobre la chepa de la anciana, vio transfigurarse aquélla en la adorable imagen de Jesucristo.
Por mucho que escondiera sus mercedes no es raro que éstas llegasen a herir a los espíritus envidiosos y mezquinos. No faltó quien acusó a la princesa ante el propio duque de estar dilapidando los caudales públicos y dejar exhaustos los graneros y almacenes. El margrave Luis quería a su esposa con delirio, pero no pudo resistir, sin duda, el acoso de sus intendentes y les pidió una prueba de su acusación.
-- Espera un poco -le dijeron- y verás salir a la señora con la faltriquera llena.
Efectivamente, poco tuvo que esperar el duque para ver a su mujer que salía, como a hurtadillas, de palacio cerrando cautelosamente la puerta. Violentamente la detuvo y la preguntó con dureza:
-- ¿Qué llevas en la falda?
-- Nada..., son rosas -contestó Isabel tratando de disculparse, sin recordar que estaba en pleno invierno-.
Y, al extender el delantal, rosas eran y no mendrugos de pan lo que Isabel llevaba, porque el Señor quiso salir fiador de la palabra de su sierva.
Parece que su suegra, la duquesa viuda Sofía, no miraba a Isabel con buenos ojos, tal vez porque las mercedes que aquélla hacía eran una acusación a su egoísmo o, simplemente, porque creyera que el cariño de Isabel, en el corazón de Luis, había desplazado al suyo. Con más o menos pasión aprovechaba cualquier oportunidad para desvirtuar a Isabel ante los ojos de su marido. Según cuenta la leyenda, volvió en cierta ocasión el margrave Luis de un largo viaje y, ansioso de abrazar a su esposa, fue a buscarla a la alcoba conyugal. Salió a su encuentro la duquesa Sofía, que había escuchado tras de la puerta voces extrañas en la alcoba, y le previno diciendo:
-- Ahora verás, hijo mío, hasta dónde llega la fidelidad de tu esposa.
Forzó la puerta el celoso marido y, al tirar de la cobertura del lecho, vio en él tendida la imagen de Cristo crucificado, en la que se había transfigurado un pobre leproso que Isabel había acostado en su lecho para curarle las llagas.
El celo de los pobres, en los que ella veía siempre la imagen trasunta de Cristo, fue espiritualizando cada vez más su vida. Su alma generosa se asomaba a sus ojos negros y profundos, que brillaban como candelas de amor en las sombrías casuchas de los pobres de Wartburgo. Por muy severas que fuesen sus penitencias, Isabel las recubría con cariño y donaire para no perder el encanto natural ante los ojos de su enamorado esposo. Pero no pudo, en cambio, conciliar su espíritu franciscano con la frivolidad de la vida cortesana.
Bajo la influencia de su confesor, extremadamente severo, Conrado de Marburgo, que la prohibió incluso probar ciertos manjares, Isabel vino a ser una viviente acusación contra una corte un tanto licenciosa, que empezó a conspirar contra la princesa extranjera.
Mientras su marido fue su amparo, nada tuvo que temer la princesa Isabel, pero llegó un día en que en los oídos del príncipe Luis sonó, como llamada irresistible, el clarín convocando a cruzada en nombre de Federico II. Isabel no quiso ser un obstáculo en el camino del príncipe cristiano que ofrecía su lanza para rescatar el Santo Sepulcro. Ya su padre, el rey Andrés II, había regresado sobreviviente de la quinta cruzada, y cada vez era más difícil vencer la desilusión y la indiferencia de los reyes y de los pueblos cristianos por coronar tan caballerosa empresa. El noble corazón de Luis se creyó, sin duda, más obligado a dar ejemplo y, dejando sola a su esposa, partió con sus caballeros, con propósito de embarcarse en Otranto para unirse a la cruzada. Pocos meses después, Isabel recibía, de manos de un emisario turingio, la cruz de su marido, que había muerto víctima de una epidemia.
Así, pues, a los veinte años -1227- la princesa Isabel quedó viuda y desamparada en una corte extranjera y hostil, y fue entonces cuando realmente empezó su calvario. Su cuñado Herman, queriendo desplazar a los hijos de Luis de la herencia del Ducado, acusó a Isabel de prodigalidad, y en verdad que ella había volcado hasta el fondo de su arca para remediar la miseria del pueblo en el temible «año del hambre» que Europa entera atravesaba. Las acusaciones de Herman encontraron eco en la corte, y la princesa Isabel, expulsada de palacio, tuvo que buscar refugio con sus tres hijos y la compañía de dos sirvientas en Marburgo, la patria de su madre. En tan difícil situación la socorrieron sus tíos, la abadesa Mectildis de Kitzingen y el obispo de Bamberg, que ya había abandonado el proyecto que tuvo de casarla de nuevo.
El pontífice Gregorio IV nombró a Conrado de Marburgo su «defensor». Los buenos oficios que éste desplegó consiguieron, por fin, que la princesa fuese indemnizada con una importante suma y se le asignasen unas posesiones en la villa de Marburgo. Pero Isabel ya nada tenía que la ligase al mundo, y solemnemente, en la iglesia de los Frailes Menores de Eisenach, renunció a sus bienes, vistió el hábito gris de la Tercera Orden y se consagró enteramente y de por vida a practicar heroicamente la caridad. Años después -1228-29- emprendió la construcción del hospital de Marburgo, cuya capilla puso bajo la advocación del Padre Seráfico, San Francisco de Asís, recientemente canonizado.
Por aquel entonces regresaban los cruzados de los Santos Lugares ardiendo en fiebres y con sus carnes maceradas por la lepra, y a ellos dedicaba Isabel sus más amorosos cuidados, en recuerdo, sin duda, de su marido, muerto muy lejos del alcance de sus manos.
Isabel, firme en su propósito de dedicar su vida a los pobres y enfermos, buscando en ellos al propio Jesucristo, rechazó una y otra vez la llamada de su padre, el rey de Hungría, que, valiéndose de nobles emisarios y hasta de la autoridad episcopal, trataba de convencerla de que regresase a su país. En cambio, acudió solícita a la llamada de su Señor, y a los veinticuatro años -1231- subió al cielo a recibir el premio merecido por haber aplicado el agua a tantos labios sedientos, curado tantas heridas ulceradas y consolado tantos corazones oprimidos.
La fama de su santidad quedó bien patente en el entierro, que conmovió toda la comarca. Poco después de su muerte, las jerarquías religiosas de tres países y Conrado de Turingia, gran maestre que fue de la Orden Teutónica, promovieron en la Santa Sede la declaración de sus heroicas virtudes, y el proceso terminó con la solemne ceremonia de la canonización el 27 de mayo de 1235 en Perusa, todavía en vida de su padre, Andrés II de Hungría. Su festividad fue fijada para el 19 de noviembre [pero, en la actualidad, se celebra el 17 del mismo mes]. Unos meses más tarde fue colocada la primera piedra de la catedral gótica de Marburgo y en ella se rindió el primer testimonio de veneración a la santa princesa por el emperador Federico II al frente de su pueblo.
Santa Isabel de Hungría ha sido erigida como Patrona de la Tercera Orden Franciscana y son muchas las congregaciones religiosas dedicadas a la caridad que llevan su nombre, y más de setenta los templos que la tienen por Patrona.